domingo, 10 de abril de 2022

Enamorarse después de los veinticinco

 (Escrito en 2012)

“La carta es de ella. Tiembla. Le embarga un repentino recuerdo de la mujer. Seguía siendo la única a quien había amado. ¿Cómo había podido vivir sin ella todos estos años? ¿Cómo había podido tener hijos con otra que no fuese ella?” Una herencia peligrosa, Zafer Senocak (1).

Dice Douglas Coupland, en esa maravillosa y etérea novela llamada Generación X (2), que los veinticinco es la edad crítica para darse cuenta que la vida es una mierda. No es exactamente así, pero lo que sí viene a decir bajo mi punto de vista, es que a partir de esa edad es cuando uno se da cuenta completamente que su vida y la de sus allegados no es cómo se la había imaginado o planteado. El romanticismo, el idealismo o la candidez de pensamiento no tienen cabida en un mundo poblado por gente sumamente egoísta: todo lo malo se pega; y el empobrecimiento de la mente, también denominado pragmatismo por algunos, se esparce como un virus letal hasta dejar a uno sin esperanza. O al menos sin esperanza consciente. Después puede decidir fingir o engañarse a sí mismo; parecer feliz, contento, jovial, agradablemente satisfecho. Pero si se adentra en las profundidades de las entrañas que cubren las actuaciones de cinismo e impostura, verá que el corazón está ennegreciendo a pasos ultrarrápidos, contaminándose hasta dejar que ejerza sólo la función considerada fundamental: latir y así permitir la distribución de la sangre transportadora de gases por todo el cuerpo.

Mi caso personal es deplorable: sólo me he enamorado una vez; y la cosa acabó francamente mal. En realidad ni siquiera puedo afirmar, sin faltar a la verdad, que empezó de forma aceptable. Tendría unos diecinueve o veinte años; creo recordar que fue un lunes siguiente a un satisfactorio fin de semana (por calidad, siempre por calidad, nunca por cantidad). El caso es que mi mirada se cruzó con la de la chica que estaba sentada en el pupitre de delante, en diagonal, y desde entonces no la pude olvidar. Me recordó a una jovenzuela que había conocido en épocas anteriores y con la que había congeniado, y creo que desde la primera vez que nuestros ojos se hablaron, la idealicé hasta hacerla inalcanzable. No sé si había química, desde luego la atracción inundaba la habitación. Intercambiábamos hormonas desde la piel y las glándulas sudoríparas hasta nuestras fosas nasales. Fue un momento mágico en mi cerebro, de los que se recuerdan toda la vida: el torrente sanguíneo y los neurotransmisores embriagan la mente como ninguna de las drogas conocidas es capaz de hacerlo. ¿La mejor droga? Yo siempre contesto que el enamoramiento por flechazo. Es como si te sobrase una tuerca para el completo funcionamiento de la maquinaria, y alguna fuerza inexplicable la hiciera trizas. Por fin los cuentos que te contaban de pequeño, las películas que habías visto, cobraban sentido. En cambio, no todo es tan bonito, al menos no lo fue en mi caso. Sé por qué se dice lo relativo a las “mariposas en el estómago”: cada vez que me acercaba a mi amada me entraban unos retortijones, de los nervios, que me obligaban a huir como un rufián dirección a un váter, en la mayoría de casos previamente inundados de inmundicia: ello me llevaba a pensar que había gente en mi misma situación. Una vez superé los nervios del miedo escénico, llegó la época de parecer completamente idiota: cada frase, cada afirmación, cada emisión procedente de mi boca, además de salir entrecortada era completamente desacertada. Como comprenderéis, es complicado ser más inútil en esta materia. Y a pesar de todo tuve mis oportunidades: la mayoría las desperdicié por cobardía, o por inanidad social pura y dura.

Me rechazó. Me hundí. Mi autoestima quedó por los subsuelos de la ciudad; las alcantarillas se convirtieron en el lugar preferido para autocompadecerme. Y desde entonces, cada vez que la veía o me cruzaba con ella, me sentía mucho más incómodo que cuando me comportaba como un patán. Huía, no sin resentimiento y sobre todo dolor, mucho dolor. Además, en la vía de alejamiento siempre chocaba con cosas, tropezaba y llamaba la atención de tal forma que era imposible que la deseada no avistase mi deserción.

Jamás me masturbé pensando en ella; y es que como decía el maestro Rafael Azcona: “el verdadero amor no se mancilla” (3).

Llegaron los veinticinco y el vacío se apoderó de mi alma. El vacío existencial, la incapacidad de amar, que tan bien expresan los personajes de la mencionada novela de Coupland. La existencia no tenía sentido; en el futuro tan sólo lograba avistar amargura, vacuidad, desesperanza. Somos máquinas y viviría como un aburrido y monótono robot hasta la llegada de mi muerte física. Porque por dentro ya era un cadáver; mi vida carecía de importancia y lo sabía; no había un gran motivo por el que seguir adelante. El desencanto inundaba todo mi ser. Mi mente jugaba con ideas que me hacían perecer prematuramente; aunque obvio, no tenía huevos para llevarlas a cabo.

Cuando ya me había acostumbrado a esta vida gris, carente de interés, plena de fingimientos, con placeres ocasionales; aparece una persona que me hace recobrar la ilusión. Soy consciente que no es la misma ilusión que cuando tenía siete, nueve, trece años; porque hace tiempo que perdí la inocencia y dejé atrás la utopía personal; pero la desdicha desapareció de mis sentimientos comunes y habituales. ¡¡¡Todo ello con una edad que sobrepasa los veinticinco años!!! La persona que me devolvió la vitalidad había aparecido antes en mi vida, de forma marginal; tanto que ni siquiera me había percatado de su presencia. Fue en una cena de grupo cuando me atrajo como un imán atrae al metal: sus facciones, su distinción, su forma de hablar, su estatura, sus movimientos enaltecieron mis sentidos; no podía dejar de mirarla, de observarla, con cierto disimulo (o eso me pareció). Todavía no me he lanzado aunque creo que puede haber química entre nosotros (lo noto en las miradas furtivas que nos lanzamos). No sé cómo saldrá; lo que sí voy a intentar es no cometer los mismos errores que la vez pasada, aunque tengo claro que no voy a renunciar ni a mi personalidad ni a mi forma de ser; porque de conseguir el éxito de esta forma, no me estaría amando a mí sino a un impostor, un impostor que en el fondo de mi ser haría sentirme como la más pestilente y abyecta de las piltrafas. Sería una traición en toda regla. Esto no pretende ser un alegato a favor de la vida, ni una narración que invite a “creer en el destino”; simplemente es un relato de ficción con elementos no ficticios.

Probablemente saldrá mal. En el mejor de los casos no irá como imagino. Pero doy gracias por volver a sentirme vivo. Y es que, en el fondo, mi ideal del amor es sencillo y al mismo tiempo inalcanzable; nada mejor para expresarlo que un fragmento de un cuento de Francisco Ayala (4):

“Seguros ambos de su amistad venidera, de su amor sin explicaciones, se sentaron juntos, en un rincón. Pero esa misma seguridad les vedaba cualquier posible diálogo. Sólo contaba con su efectiva presencia: no tenían pasado, y el porvenir estaba en sus manos, sumiso. ¿Qué frases, qué pretensiones, qué indagación -si todo estaba intuido- cuartearían el bloque de silencio interpuesto entre ellos?
Aurora, dócil a su instinto, eligió la curva irónica. (Es decir, se salió por la tangente.)
-Bailas -dijo- como si estuvieras haciendo instrucción militar. Una vuelta a la derecha y otra a la izquierda.
-Tú, como si atendieras a la música de la luna -respondió Antonio.
Se miraban. Se descubrían las facciones, los movimientos, con la emoción pura del explorador ártico; pero -también- con la curiosidad utilitaria de quien recorre las habitaciones de la nueva casa donde va a instalarse.”

 

(1) Gefähriliche Verwandtschgat, Zafer Senocak, 1998. Traducido por Carmen Plaza y Ana Rosa Calero y editado por Pre-textos.

(2) Generation X, Douglas Coupland, 1991. Traducido por Vicente Verdú y editado por Ediciones B. El autor tiene twitter propio: http://twitter.com/DougCoupland

(3) Memorias de sobremesa. Conversaciones de Ángel S. Harguindey con Rafael Azcona y Manuel Vicent, 2002. Editado por Aguilar.

(4) Cazador en el alba, Francisco Ayala, 1929. Editado por Alianza

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