(Escrito en 2013)
“Era a principios de verano. Lo recuerdo como si lo estuviese volviendo a ver en estos momentos. Una se olvida, y cada vez con más frecuencia, de lo que hizo ayer, o de cosas que han ocurrido esta misma mañana y, sin embargo, los recuerdos más antiguos tienen otra fuerza. No los piensas: los ves, los escuchas. De aquel día recuerdo el cielo por encima de la escollera, pero también las caras y las voces de cuantos nos sentamos a la mesa, bajo la higuera. Recuerdo cómo iba vestido cada cual, y el olor áspero de las hojas de la higuera y el de las plantas de tomate, cuando fuimos tu tía Pepita y yo a recoger algunos para la ensalada, y recuerdo el olor de la ropa; fíjate que mientras hablo puedo recordar el olor de tu tía Pepita y el de la abuela María, que olía nada más que a agua y jabón pero de un modo muy especial, porque también olía a ella.”
La buena letra, Rafael Chirbes.
Existen ciertos sonidos, ciertos olores, ciertas imágenes, que
inmediatamente asociamos a algo vivido. Me parece cuanto menos curiosa
esa capacidad del cerebro de identificar un perfume con alguien que nos
dejó huella, una canción con una situación experimentada, o un paisaje
con cierta edad ya pasada, por ejemplo. ¡Cómo es posible que una canción
haga que se me salten las lágrimas de los ojos, por las connotaciones
que lleva asociadas! ¡Cómo es posible que recuerde el olor (interesante
pregunta: ¿se puede recordar un olor? yo creo que sí) de cierta persona y
no sea capaz de borrarlo de mi olfato-mente! Quizá sean cuestiones
éstas baladíes, a las que en nuestro día a día no les otorgamos
importancia, y en cambio, cómo y con qué intensidad son capaces de
perturbar nuestro estado anímico. Quizá se deba a que el ser humano, que
siempre se ha dicho racional, es ante todo emocional y primitivo, por
mucha educación que reciba y normas que se le impongan. O quizá no. El
caso es que éste es un tema que ha resurgido en mi mente tras escuchar
una canción concreta, con sus respectivas connotaciones concretas.
Vuelvo a escucharla una vez tras otras. Me siento atribulado. Incapaz
de pensar, de sacar nada en claro. Regurgitan los sentimientos, las
sensaciones. Se me eriza la piel, me estremezco, incluso llego a
tambalearme. Un escalofrío recorre mi espina dorsal y llega hasta el fin
de mis extremidades. Suspiro. El placer se instaura a través de mi
cabeza y recorre todo el cuerpo. Experimento la dicha. Y al mismo
tiempo me sumo en una extraña melancolía; en un letargo del que no
quiero salir, pero a pesar de todo, sé que lo haré para continuar con
una vida perfectamente mediocre e impostada.
No obstante.
Mis acáis, vidriosos, permanecen cerrados.
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