(Escrito en 2012)
“No temáis a la felicidad: no existe” Poesía, Michel Houellebecq (1)
Era ella. Nada más verla lo supe: era la mujer a la que ubicaría en un pedestal y sería inalcanzable para mí, y al mismo tiempo la alimentadora de esperanzas inanes que me servirían para continuar con una vida repleta de extrañeza e incomodidad. Su mirada, fuego ardiente, me cautivó desde el primer instante; jamás pude olvidar esos ojos vidriosos y relucientes, chisposos, como si en ellos se encontraran el secreto de la vida, su sentido y significado. Me fascinó desde el primer momento que giró su delicada cabeza para esbozar una leve sonrisa de amabilidad y coquetería. El encuentro fue fortuito, totalmente inesperado para mí, intenté acortar las distancias entre nosotros como si de un acto reflejo se tratara. No pensé: actué con fingida confianza. Portaba un libro entre sus brazos: de un tal Haruki Murakami. Por entonces desconocía al autor, por completo, y ese fue el punto de partida, la excusa, para acercarme a ella. Charlamos amigablemente, me recomendó fervorosamente al escritor japonés –que enseguida, en la intimidad de mi cuarto, de la calle, del autobús, etc. me atrapó con sus historias oníricas y extravagantes de personas solitarias-, hubo conexión entre nosotros. Quedamos para tomar un café.
Bromeábamos, nos picábamos e insinuábamos con picardía, hablamos de todo lo imaginable; cosas cotidianas, reflexiones que podrían considerarse filosóficas, gustos personales, sexo y derivados. Cada vez había más intimidad y afinidad entre nosotros. De repente todo cambió: me entró el pánico, el miedo a ser amado y correspondido, a quedarme colgado y no ser correspondido, a hacer el gilipollas. Di demasiadas vueltas a la cabeza y me introduje a mí mismo en una espiral ciclotímica de la que era incapaz de salir. Perdimos, poco a poco, el contacto. Pese a todo, de vez en cuando nos veíamos, pero ya no era lo mismo. La frialdad se imponía entre nosotros, como un muro infranqueable: nos impedía actuar con naturalidad y sinceridad, mirarnos a los ojos, escuchar al otro. Manteníamos las formas, la distancia –física y emocional- entre nosotros. Nos fuimos olvidando el uno del otro. He de reconocer que me costó: pero verla me producía un dolor interno que me trastornaba por completo. Verla y no poseer su corazón, me refiero. No verla me sumergía en torbellinos de imaginación, durante interminables horas, donde ella era la protagonista principal, en realidad la única, de mis fantasías, pensamientos, ensoñaciones. Un sentimiento de culpabilidad, mezclado con resentimiento hacia mí mismo, se apoderaba de mi tormentosa cabeza. La rabia me corroía los nervios; no era capaz de comprender el sabotaje que ¿voluntariamente? me había autoimpuesto. El tiempo cicatrizó las heridas, aunque en el momento menos esperado cualquier mínimo golpe reabría las viejas lesiones.
Fue en un concierto. La vi. No lo pensé. Me dio todo igual. Me acerqué, con una seguridad en mí que jamás había experimentado, rallando la euforia. Ella me vio: no apartó su mirada de mí.
Hola –dije
Hola, ¡cuánto tiempo! –dijo
Sí... demasiado.
Sus ojos, esos ojos con los que tantas horas, días, meses había soñado, iluminaban toda la sala. La música seguía sonando, no en mi cabeza. Todo se paralizó. Sus ojos, esos hermosos y brillantes ojos, me recordaron que jamás había amado a nadie como la amé, como la seguía amando, a ella. La cogí de la cintura. Nos besamos: la euforia descuajaringó todos mis sentidos. No paramos de besarnos, horas enteras frente a la pared. El concierto había finalizado, no quedaba nadie alrededor, los músicos también se habían marchado. Fuimos a su casa.
No cometí el mismo error: la pasión entre nosotros nos volvía insensibles a la realidad. Nos podíamos pasar horas, días enteros, juntos; charlando, en la cama abrazados, follando. Le di mi alma, abrí me coraza, y ella me correspondió. Experimenté la más absoluta e inalcanzable felicidad. Como nunca había imaginado.
La cotidianidad se instaló entre nosotros. Llegaron los problemas, aunque no nos atrevíamos a reconocerlos. Los ignorábamos, hacíamos como si no existiesen. No funcionaba. Seguíamos experimentando momentos mágicos, únicos, inigualables,... pero cada vez eran más exiguos. Decidimos dejarlo antes de hacernos más daño. ¿Tiene el amor fecha de caducidad? ¿Aunque sea el amor más sublime y especial que uno pueda imaginar? La sigo queriendo, sigue siendo la mujer de mi vida. Inevitablemente, cuando estoy con otras, las comparo con ella y con lo que me hacía sentir. Nada similar. Siempre salen perdiendo.
(1) Rester vivant, Michel Houellebecq, 1991. Traducido por Altair Díez y editado por Anagrama.
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